jueves, julio 08, 2010

Dulce noche, agria noche

Aquella mañana se levantó temprano. No tenía nada especial que hacer, como cada día, pero el madrugar se había convertido en una obligación psicológica, esa obsesión por aprovechar el tiempo, la necesidad de creer que se está aprovechando la vida al máximo, una autoimposición de exprimir cada segundo. Madrugar para ducharse, desayunar tranquilamente, disfrutar de las noticias en la radio, asear el dormitorio y, una vez terminadas estas tareas, ver claquetear el segundero del reloj con el paso de cada segundo.

Las agujas marcaban las siete y media y vestido de calle contaba los minutos hasta que el sol asomase por su ventana. Era invierno y tenía un regla estricta: no salir a la calle bajo la oscuridad de la noche. Siempre le había tenido miedo a las tinieblas. Por mucho que hubiera leído a lo largo de los años de la belleza de la noche él no lo encontraba, en absoluto, atractivo. No entendía qué significaba la complicidad de la noche y no se le ocurría qué se podía hacer a esas horas que no se pudiera hacer de día.

Sentado en el tresillo y con las manos entrelazadas hacía luchar sus pulgares uno contra otro cuando miró por la ventana. Las ocho y media. Ya era de día y podía salir a la calle tranquilamente. A duras penas se levantó del sofá con las manos apoyadas en las rodillas emitiendo un pequeño gemido por el esfuerzo que le suponía estirar la espalda. Con los dos primeros pasos apenas avanza. Continuó andando con pasos cada vez más largos hasta llegar a la puerta de casa, cogió las llaves de encima del mueble a la derecha de la puerta y salió.

Cada mañana se acercaba al mercado y compraba lo que iba a comer y cenar ese mismo día. Era una forma de obligarse a salir a la calle todos los días, hiciera frío o hiciera calor, lloviera o hiciese viento, y andar y ver a gente. Sus hijos hacía tiempo que se habían ido a vivir, no lejos de allí, a la gran ciudad, donde las calles se abarrotaban de gente. Marcelino tenía suerte si era capaz de hablar con el carnicero, la pescadera o el frutero.

Con la compra en su bolsa de tela se fue a casa y allí guardó cada cosa en su lugar dentro de la nevera. No eran las once de la mañana cuando de nuevo se encontró sentado frente a la enorme televisión que sus hijos le habían regalado con motivo del apagón analógico. La caja tonta hablaba pero él no escuchaba, no le prestaba atención. Se entretenía haciendo los crucigramas del libro que había comprado el día anterior. Siempre le habían gustado mucho los autodefinidos pero de un tiempo a esa parte se había aficionado a buscar palabras entre el caos de letras.

Un fuerte golpe en la calle le sacó de su concentración. Aprovechando la interrupción fue hasta la cocina para para beber agua. No le gustaba el agua muy fría, así que guardaba una botella de medio litro a medio llenar que rellenaba con agua del gripo cada vez que quería beber. De camino a la cocina vio, en el recibidor, pegada a la pared, la máquina de escribir que un día se encontró en la calle abandonada. Recuerda que la vio de camino al mercado y que a la vuelta no pudo resistirse a la tentación de llevársela a casa. De pequeño siempre quiso tener una pero nunca se la compraron. De vuelta de la cocina y con la sed ya saciada, la cogió, la puso sobre la mesa del comedor y se sentó frente a ella.

Largo rato estuvo mirándola sin tocarla, escrutando si tenía todas las letras. Revisó que el rodillo girase correctamente y que se moviese por el rail para ir de un lado a otro. Todo parecía funcionar correctamente.

Nunca había sido bueno escribiendo. En el colegio nunca destacó por sus dotes oratorias o narrativas, las matemáticas tampoco habían sido su fuerte, la historia le aburría. Mostró interés por la geografía pero sólo porque quería viajar alrededor del mundo cuando fuese mayor. Y allí estaba él, frente a las teclas sin saber qué hacer. Sus manos, una a cada lado de la Olivetti, estaban inmóviles y sin intención aparente de acercarse a teclear.

No se dio cuenta del tiempo que estuvo parado mirándola pero cuando parecía que se iba a levantar para alejarse de ella acercó su dedo índice estirado de la mano derecha al teclado. Sobrevoló el teclado cual buitre en busca de su víctima. La L fue la primera letra. La tecla se incrustó sobre el rodillo y fue cuando se dio cuenta de que no tenía papel.

Hacía unas semanas habían estado sus nietos en casa pintarrajeando sobre papeles en blanco y los habían dejado en los cajones del armario frente a la puerta de la entrada. Se apresuró a cogerlos y puso uno en la máquina.

Volvió a teclear la L. De nuevo el dedo índice oteó el mar de letras hasta encontrar la O. Aquello parecía que iba hacia delante. Pulsó la barra espaciadora. La Q, la U, la E, ...

... a continuación voy a contarte es lo que se cuece tras el ocaso del Sol. La noche es el momento en que la mayoría de la gente duerme, las mentes están apagadas, sólo respiran, no piensan, no actúan, no pueden hacer daño. La otra parte de la gente, la que vive en la noche son los que hacen de éste momento del día tan místico. Trabajadores de servicios sanitarias, servicios de limpieza, autoridades, taxistas, putas, drogadictos, jóvenes borrachos, viejos borrachos, extraños individuos que disfrutan paseando bajo la luz de las farolas. Todo un submundo digno de admirar y disfrutar.


Continuó escribiendo sin siquiera pensar lo que hacía. No era él quien escogía las teclas era la máquina la que se las dictaba. El impulso del cacharro le obligaba a pulsar las teclas una tras otra.


El misticismo de la noche viene de la oscuridad. Con la ausencia de luz se crea un halo de complicidad que atrae, que engancha. Es el silencio lo que embelesa, es esa ausencia de mundanal ruido lo que cautiva.


Sus manos volaban sobre las teclas. Sus dedos se habían convertido en una rapaz capaz de localizar y aplastar su presa en fracciones de segundo. Una tecla seguida de otra y otra y otra.

Por la noche todo el mundo se esconde, nadie es claro, nadie se muestra como es. De noche nada es lo que parece. Lo blanco es gris, lo gris es negro, lo negro es negro.

Durante un rato estuvo escribiendo. Hojas y hojas, y más hojas. Poseído por el espíritu de la máquina quien parecía tener mucho que decir.

Varias horas después, exhausto, paró de escribir. Sus manos volvieron cada una a un lado de la máquina y nuevamente se quedó mirándola como pidiéndole explicaciones de lo que le había ocurrido. Ella no respondía, no tenía más que decir, todo había quedado escrito sobre los papeles. Papeles que se amontonaban sobre la mesa, frente a la máquina, de forma más o menos ordenada.

Los cogió, los cuadró y se los llevó al sofá y empezó a leer. No recordaba haber escrito todo aquello. Estaba confuso y a la vez se sentía placentero por lo que leía. Aquellas hojas le estaban descubriendo un mundo que, a pesar de rechazar con todas sus fuerzas, le estaba enamorando. Tantas historias se escondían en la noche, tantas sensaciones desconocidas, tantos sentimientos olvidados. Devoró lo escrito y al terminar una extraña sensación recorrió su cuerpo. Sentía el ansia por conocer todo aquello que había leído y escrito de primera mano, pero tenía en su interior un serio conflicto: por un lado la presión por el miedo y respeto que le daba la noche y por otro las ganas de conocerla que se habían asentado en su corazón.

Largo rato estuvo sentado pensando. Volvía a tener las manos entrelazadas pero sus pulgares ya no jugueteaban entre ellos. Los tenía entre las palmas de las manos como escondidos de lo que fuera estaba ocurriendo. No parecía reaccionar. Se había quedado en un estado catatónico en el que su cabeza volaba en un mar de sentimientos y sensaciones conocidas y desconocidas, pero su cuerpo no reaccionaba, no parecía tener vida.

Durante un rato nada pasó por su cabeza y pareció como si el cuerpo se moviese sin hacer caso al cerebro. Sus pies se colocaban uno delante de otro y el cuerpo le seguía. No pensaba, sólo caminaba. Hacia la puerta primero, hasta el portal, después y a la calle finalmente.

Ya era de noche y sólo la leve luz de las farolas de la calle iluminaba los coches aparcados, la acera, los cubos de basura. Sentía miedo, ahí plantado frente a la puerta de la calle, con las manos en los bolsillos. Temblaba, sensación provocada a medias por el frío y por el miedo. Su mente estaba en blanco y su cuerpo se movió. Anduvo. Los pies iban a su ritmo, sin seguir un rumbo definido, sólo caminaban. Sus ojos iban de un lado al otro de la calle en busca de cosas nuevas que ver, cosas que jamás olvidaría, algo que nunca antes y nunca más volvería a ver.

Primero caminó la calle de su casa, luego la perpendicular, llegó hasta el centro y continuó caminando. No iba a ninguna parte, sólo se dejaba llevar. Ya nada temía. Disfrutaba viendo lo que se cocía de noche. Jamás se habría imaginado todo el movimiento que hay por la noche. Todo lo que había escrito y leído se quedaba corto con el cúmulo de sensaciones que le provocaba estar caminando bajo el manto, invisible por la contaminación lumínica, de estrellas.

Toda la noche estuvo caminando hasta que se encontró de nuevo frente a la puerta de casa. Era un hombre nuevo. Algo había cambiado en su interior. Había vivido una experiencia, que aunque le cogió algo mayor, apreció enormemente. Aquel día no durmió y de hecho continuó con su rutina de cada día. Pero al llegar la hora de dormir, la hora en que las luces se encencían en la calle, al llegar la noche, no podía dormir, no quería dormir. En silenció se sentó frente a la máquina de escribir y siguiendo el mismo ritual del día anterior se puso a teclear la máquina.

Noche tras noche escribió, sin pensar, sólo tecleaba. Dejaba que sus manos volasen sobre el teclado, vomitando palabras, disfrutando de su bulimia literaria, rellenando hojas y hojas de historias.

Eso es lo que le pasó a Marcelino. Dejó de sentirse solo, consolado porque en la noche la compañía es la soledad, el sonido es el silencio y el color es la ausencia.

4 comentarios:

alzberto dijo...

Mola. Además tiene un fuerte componente autobiográfico, lo que le da un punto :D

Espero que no te lo tomes a mal, te he encontrado unas erratas:

- (3er párrafo) contra otro cuando mira por la ventana... (más adelante) Con los dos primeros pasos apenas avanza -> utilización del presente histórico cuando en todo el texto usas el pasado

- (6o párrafo) De camino a la cocina vió -> en la línea siguientes pones vio sin acento (y en el 9º párrafo usas "dio" de dar, por ejemplo) y en ésta con él (yo también tengo el mismo problema con los diptongos acentuados estos rancios, parece que fue, fui, vio y dio son siempre sin acento)

- (n párrafo) Deboró lo escrito y al... -> ups

Un abrazo!

Unknown dijo...

alzberto: agradezco tus correcciones. Últimamente estoy más preocupado por transmitir que por ser el perfecto escritor y descuido mucho la ortografía. Ya me contarás qué parte es la que tiene un componente autobiográfico.

Disfruta y sé feliz.

Alberto Fernández dijo...

Y en cada palabra escrita sobre el folio, descubrió un trozo de su alma y se sintió bien. Sus temores, sus esperanzas, sus ilusiones, sus sueños y pesadillas ya no tenían que estar ocultas, podía sacarlas a luz de la noche y ser algo más libre. Al fin daba rienda suelta a esa ansia de comunicar que le quemaba por dentro.

Un abrazo desde Madrid.

PD: Me gusta lo de "bulimia literaria..." ;)

Unknown dijo...

Alberto: ya tengo hasta secuelas de mis relatos, esto es nivel.

Disfruta y sé feliz.