Anoche, al acostarme, oí que algo sonaba fuera. No eran coches, no era gente borracha, no era el camión de la basura, no. No era el típico ruido nocturno madrileño de Nochebuena. La curiosidad me carcomía así que me acerqué a la ventana a ver qué era. Al retirar la cortina, mi sorpresa fue encontrar aparcado en la calle el trineo de Papá Noel con sus renos. No lo podía creer, Papá Noel estaba al lado de mi casa. Se le veía un poco perdido y con un papel amplio entre las manos, que luego sabría que era un plano.
Estuve un rato mirando anonadado. Había viajado atrás en el tiempo: era un niño sin dientes que esperaba con ansia la llegada de Papá Noel. Nunca me había creído eso de que Papá Noel no existía y que eran los padres los que traían los regalos, no era cierto y lo estaba viendo ante mis ojos.
Después de un rato, el viejo echó una mirada alrededor y se topó con la mirada de aquel niño que estaba en la ventana. Me hizo un gesto para que bajara a verle. Sin pensarlo medio segundo salí corriendo, cogiendo de camino a la puerta el abrigo. Bajé por las escaleras para no perder ni un segundo en esperar el ascensor.
Al llegar a la calle allí estaba él con su enorme trineo detrás de los grandes renos encabezados por Rudolf con su nariz roja que entonces parpadeaba. Me acerqué y cuando él me vio acercarme vi como sus ojos emitían un pequeño brillito de ilusión. Hablamos
- Acércate, hijo, acércate -dijo a la par que movía la mano hacia él.- No te asustes, no te voy a hacer daño. Necesito que me eches una mano, amigo. Estoy perdido y este mapa que tengo creo que es demasiado antiguo.
- ¿Qué estás buscando? -pregunté.
- Pues si te digo la verdad, no lo sé. Creo que ya estoy muy viejo para este trabajo. Tengo ahí la lista de la gente a la que le tengo que hacer regalo y no sé muy bien cómo hacerlo.
- Tendrías que comprarte un GPS, seguro que te hacía muy buen apaño.
- Yo la tecnología no la sé manejar, tengo ahí a Rudolf que se orienta más o menos bien.
- Creo que deberías dejar este empleo, Noel, no te da las suficientes satisfacciones como para seguir en él.
- ¿Y qué hago? Sólo sé hacer esto, repartir regalos es lo que he hecho toda mi vida.
- Ya, pero ¿por qué no piensas en jubilarte?
- ¿Jubilarme?
- Sí, hombre, mira, después de tantos años trabajando, ¿cuántos puedes llevar? ¿Varios cientos de años? Seguro que la pensión que te queda te da para dedicarte a viajar durante el resto de tu vida. Si no te gusta viajar aquí los viejos se pasan las horas muertas mirando obras y en Madrid las tienes todas.
- Mmmm... -pensó un momento.- ¿Sabes qué te digo? Que tienes razón, toda la vida entregando regalos a la gente para que no se aprecie mi trabajo. Todo el mundo dice que no existo, que si los padres, que si el Tajo Británico... ¡Se acabó! ¡Lo dejo!
- ¡Eso es hombre! Ahora vámonos a tomar un chocolate con porras que conozco yo un sitio muy bueno donde podemos desayunar.
- Monta que te llevo.
- Pues va a ser que no. El sitio que te digo está en el centro y no hay mucho sitio donde aparcar. Además, ¿no crees que cantaría mucho un trineo con renos en plena calle Arenal?
- Tienes razón, ¿y cómo vamos?
- Ven, acompáñame que cojemos el búho que pasa por aquí al lado.
- Vale.
Y ahí que nos fuimos, a desayunar un chocolate con porras, Papá Noel y yo.